«Alabanza a Beatriz.»
Lleva en sus ojos al amor sin duda la que embellece todo lo que mira; y tal respeto su presencia inspira, que el corazón le tiembla al que saluda. Dobla él la faz que de color se muda y sus defectos al sentir suspira; huyen ante ella la soberbia e ira; ¡oh bellas, dadme en su loor ayuda! Toda dulzura, toda venturanza nace el alma del que hablar la siente; mas, si en sus labios la sonrisa brilla, se muestran tal, que ni la lengua alcanza nunca a decir, ni a comprender la mente tan nueva e increíble maravilla.Dante Alighieri
De: Vida nueva, 1292-1293 Traducción de Clemente Althaus
Me levanto de la cama con un dolor punzante en las sienes. Tengo la boca más seca que el Sahara con un sabor amargo hallando sedimento entre mis muelas y paladar. Algún líquido asqueroso sube por mi garganta, y yo despego hacia el baño, golpeándome contra la puerta en el camino. Vomito parte de lo que tomé anoche con el estómago vacío y me limpio la saliva con la muñeca, probablemente cerveza barata comprada en un kiosco cualquiera o en aquel bar que frecuento cuando me siento vacío. Me arrojé agua en la cara en una maniobra rápida antes de regresar a la cama desprolija del motel y retorcerme entre mi sudor. Necesitaba tomar agua, aunque fuese el agua salada del minibar roto, pero en su lugar me posicioné mirando para arriba, tumbado como un animal.
Con los ojos cuajados por las lagañas de un sueño turbio y una resaca enfermiza, las manchas en el techo forman figuras Dantescas frente a mi. Veo el espiral descendente, las capas puebladas de malhechores, las bestias dentudas, el bosque de pecados en el que me encuentro desde que se fue. Si tan solo tuviese un Virgilio a mi lado, no estaría alucinando con el alcohol aun en mi sistema y las botellas en el piso. Sigo con el dedo a las sombras del purgatorio, camino arriba, en busca del esplendor del último y brillante reino, el inefable; inasequible para mi. Otra mancha capta mi atención. Delicada, de carne rosada se mueve ella, con sus rizos dorados y ojos apacibles, bajando con la levedad de una flor en el viento de primavera, y roza mi mejilla con sus dedos. La veo así, mi único Ángel en esta vida, que vino y se fue en un verano agrio.
Su voz musical suspira versos breves en mi oído, sus labios color carmín me hacen cosquillas como esa vez en los jardines de mi casa. Habla de Dulcinea, de Beatriz, de Venus, y de otras tantas como ella, o quizás lo imagino yo al pensar en ella. No estoy seguro de a cual se asemeja más, no tengo un nombre para darle ni lo encuentro en lo más profundo de mi mente, mi memoria escurridiza. Pantallazos de ella son lo que me queda. El rescoldo de un amor que el universo no me permitió y que solo ardió en mi imaginación. Recuerdo el día que la taparon en el cajón fúnebre, se veía tan sublime con los ojos cerrados y una sonrisa sugestionada en el rostro. No recuerdo haberla conocido, ¿será por eso que mi vida se fue por el caño? ¿Si supiese su nombre, las palabras que me dijo en el jardín, donde la conocí, la hubiera dejado ir? No lo sé. No creo poder lograrlo mientras sigo vivo.
Me doy la vuelta cuando otra punzada llega y la necesidad de vomitar vuelve. Lo hago descaradamente sobre la alfombra turca con pelotillas de mugre antigua, que más da, probablemente no es la primera vez que la pobre sufre ese castigo. Sobre un lado siento sus dedos largos, finos, dulces y fríos acariciando mi cabeza con piedad. Me acarician con amor casto, mayor al mio en toda forma y manera. Pero sigo en el bosque, frondoso, oscuro; motel barato en un barrio desconocido. Tomando alcohol, viciando mi vida hasta tocar fondo. ¿Realmente fue un Ángel lo que me visitó esos días de verano en mi adolescencia? ¿O fue una Lilith que me descarriló por completo, corrompiendo el resto de mi vida en pensarla?
Dulcinea, Beatriz, Venus, mi Donna Angelicata: en todos lados tropiezo con tu sombra, incapaz de ver tu luz, pecaminosa, mi alma no podrá tocar a la tuya ni acariciarla jamás. Te espero moribundo y empobrecido, perdido entre manchas, entre la luz del alba y el ángel caído. Donna Angelicata, soy tuyo en cuerpo, mente y alma, pero nunca serás mia. Mios son la lujuria, la soberbia, la avaricia, la ira, la gula, la envidia, la pereza. Rezo mientras bebo, mientras vomito, “Virgilio, ven por mí, guíame por el resto del infierno, a través del purgatorio y dejame en las manos suaves de ella, faro de luz y ojos celestes”. Donna mia, inalcanzable, pura, llévame contigo al río de lumbre y el prado de rosas.